En un mundo atravesado por tensiones geopolíticas, Turquía se mueve con una diplomacia calculada que combina pragmatismo, ambición regional y poder simbólico. Desde su posición estratégica —entre Europa, Asia y Medio Oriente—, el gobierno de Recep Tayyip Erdoğan busca reestablecer la influencia histórica del antiguo Imperio Otomano en zonas como Asia Central, el Cáucaso y el norte de África. Su política exterior, marcada por el concepto de “profundidad estratégica”, apunta a consolidar a Ankara como un actor central en el tránsito energético, el comercio y la seguridad regional.
Esa búsqueda de protagonismo se traduce en una política exterior de equilibrios complejos. Turquía mantiene vínculos estrechos con Estados Unidos, país miembro junto a Ankara de la OTAN, pero al mismo tiempo coopera con Rusia en áreas sensibles como la energía y la defensa. La compra del sistema de misiles ruso, por ejemplo, tensó su relación con Washington, aunque Erdoğan ha sabido evitar una ruptura total.
En Medio Oriente, la política turca se despliega entre la confrontación y la diplomacia. Erdoğan mantiene una relación tensa con Israel y con Benjamin Netanyahu, y al mismo tiempo mantiene un discurso de apoyo a Hamas, lo que le permite consolidar su liderazgo ante el mundo musulmán.
Sin embargo, su estrategia trasciende lo religioso: apunta a posicionar a Turquía como una potencia autónoma, capaz de influir tanto en el Mediterráneo oriental como en las rutas energéticas hacia Europa.
La gran pregunta sigue abierta: ¿juega Erdoğan a reconstruir un poder regional, o a desafiar el orden global establecido?
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